Libro: Poemas
Autor: Rubén Darío
Año:
¡ATENCIÓN!
Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado.
PRÓLOGO
En una mañana fría y húmeda llegué por pri- mera vez al inmenso país de los Estados Uni- dos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al pa- so el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por falta de sol, a la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agru- pan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con en- corvadas narices israelitas; el clergyman hueso- so, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey, y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarrar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación:
«A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas ma- mas de bronce alimentan un sinnúmero de al- mas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y
magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé, divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formi- dable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pe- ro, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mun- do, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate.»
Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentis que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.
Se cree oír la voz de Nueva York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y te- chumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del mons- truo, recuerdo la ciudad, que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma:
Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles de fer dont s'enroulaient des spirales des tours et des palais cerclés d'arain sur des blocs lourds; ruche énorme, géhenne aux lúgubres entrailles oú s'en- gouffraint les Forts, princes des anciens jours.
Semejantes a los Fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Manhattan.
En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange, entre sus muros de hierro y granito, reúne tantas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Bro- adway. Se experimenta casi una impresión do- lorosa; sentís el dominio del vértigo. Por un gran canal, cuyos lados los forman casas mo- numentales que ostentan sus cien ojos de vidrio y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres-sandwichs vestidos de anuncios y mujeres bellísimas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de percherones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehícu- los. El vendedor de periódicos, rosado y risue- ño, salta como un gorrión, de tranvía en tranvía, y grita al pasajero ¡intanrsooonwoood!, lo que quiere decir, si gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios, el Evening Telegram, el Sun o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a cada instante aumentarse. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más convulsivo y crespo de la ola en movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé, quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano; detiénese el torrente; pasa la dama; ¡all right!
«Esos cíclopes...», dice Groussac; «esos feroces calibanes...», escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sar al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de wishky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica. Su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos pode- rosos monstruos algún sér de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...
¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de Poe, cuyo nombre de Edgar, harmonioso y legendario, encierra tan vaga y triste poesía, y he visto desfilar la procesión de sus castas enamoradas a través del polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tu eres hermana de las liliales vírgenes, cantadas en brumosa len- gua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú como ellas eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en la maravilla de tu virtud, ¡oh, mi ángel consola- dor; oh, mi esposa! La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los marea lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia, de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al Cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Francés, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra Helen, la que fué vista por la primera vez a la luz de perla de la Luna; la otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del Cielo; la otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son, cándido coro de ideales oceánidos, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aun que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñaleándole con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú para mí. En medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu for- ma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu sér inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca de mí el oro invisible de tu escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico surge en el cielo de mis noches como un incomparable guía, y por claridad inefable llevo el incienso y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.
EL HOMBRE
La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y transcendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en que, ya en el libro o en la revista, no se ocupen del excelso poeta americano, críticos, ensayistas y poetas. La obra de Ingram iluminó la vida del hombre; nada puede aumentar la gloria del soñador maravilloso. Por cierto que la publicación de aquel libro, cuya traducción a nuestra lengua hay que agradecer al Sr. Mayer, estaba destinada al grueso público.
¿Es que en el número de los escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio valor, el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se hizo del ilustre difunto debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo libre de man- cha al cisne inmaculado.
Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario. De un país de cálculo brotaimaginación tan estupenda. El dón mitológico parece nacer en él por lejano atavismo, y vese en su poesía un claro rayo del país del sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace en él el alma caballeresca de los Le Poer alaba- dos en las crónicas de Generaldo Gambresio. Arnoldo Le Poer lanza en la Irlanda de 1327 este terrible insulto al caballero Mauricio de Desmond: «Sois un rimador.» Por lo cual se empuñan las espadas y se traba una riña, que es el prólogo de guerra sangrienta.
Cinco siglos después, un descendiente del pro- vocativo Arnoldo, glorificará a su raza, erigien- do sobre el rico pedestal de la lengua inglesa, y en un nuevo mundo, el palacio de oro de sus rimas.
El noble abolengo de Poe; ciertamente, no in- teresa sino a «aquellos que tienen gusto de ave- riguar los efectos producidos por el país y el linaje en las peculiaridades mentales y constitu- cionales de los hombres de genio» según las palabras de la noble Sra. Whitman. Por lo demás, es él quien hoy da valer y honra a todos los pastores protestantes, tenderos, rentistas o mercachifles que llevan su apellido en la tierra del honorable padre de su patria Jorge Washington.
Sábese que en el linaje del poeta hubo un bravo sir Rogerio, que batalló en compañía de Strongbow, un osado, sir Arnoldo, que defen- dió a una lady, acusada de bruja; una mujer heroica y viril, la célebre Condesa del tiempo de Cromwell; y pasado sobre enredos genealógicos antiguos, un General de los Estados Uni- dos, su abuelo. Después de todo, ese sér trági- co, de historia tan extraña y romancesca, dio su primer vagido entre las coronas marchitas de una comedianta, la cual le dio vida bajo el imperio del más ardiente amor. La pobre artista había quedado huérfana desde muy tierna edad. Amaba el teatro, era inteligente y bella, y de esa dulce gracia nació el pálido y melancólico visionario que dio al arte un mundo nuevo.
Poe nació con el envidiable dón de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto su- yos, ninguno da idea de aquella especial her- mosura que en descripciones han dejado mu- chas de las personas que le conocieron. No hay duda que en toda la iconografía poeana, el re- trato que debe representarle mejor es el que sirvió a Mr. Clarke para publicar un grabado que copiaba al poeta en el tiempo en que éste trabajaba en la empresa de aquel caballero. El mismo Clarke protestó contra los falsos retratos de Poe, que después de su muerte publicaron. Si no tanto como los que calumniaron su her- mosa alma poética, los que desfiguran la belleza de su rostro son dignos de la más justa censura. De todos los retratos que han llegado a mis manos, los que más me han llamado la atención son el de Chiffart, publicado en la edi- ción ilustrada de Quantin, de los Cuentos extraordinarios, y el grabado por R. Loncup, para la traducción del libro de Ingram por Mayer. En ambos, Poe ha llegado ya a la edad madura. No es, por cierto, aquel gallardo jovencito sensitivo que al conocer a Elena Stannard, quedó trémulo y sin voz como el Dante de la Vita Nuova.... Es el hombre que ha sufrido ya, que conoce por sus propias desgarradas carnes cómo hieren las asperezas de la vida. En el primero, el artista parece haber querido hacer una cabeza simbóli- ca. En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica del rostro, Chiffart ha in- tentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al unhappy Master, más que al hombre. En el segundo hay más realidad: esa mirada triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del su- frimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en los que precedieron a su muerte. Los otros retratos, como el de Hal- pin para la edición de Amstrong, nos dan ya tipos de lechuguinos de la época, ya caras que nada tienen que ver con la cabeza bella e inteli- gente de que habla Clark. Nada más cierto que la observación de Gautier:
«Es raro que un poeta, dice, que un artista sea conocido bajo su primer encantador aspecto. La reputación no le viene, sino muy tarde, cuando ya las fatigas del estudio, la lucha por la vida y las torturas de las pasiones han alterado su fi- sonomía primitiva; apenas deja sino una máscara usada, marchita, donde cada dolor ha puesto por estigma una magulladura o una arruga.»
Desde niño, Poe «prometía una gran belleza.»
Sus compañeros de colegio hablan de su agili- dad y robustez. Su imaginación y su tempera- mento nervioso estaban contrapesados por la fuerza de sus músculos. El amable y delicado ángel de poesía sabía dar excelentes puñetazos.
Más tarde dirá de él una buena señora: «Era un muchacho bonito.»
Cuando entra a West Point hace notar en él un colega, Mr. Gibson, su «mirada cansada, tedio- sa y hastiada.» Ya en su edad viril, recuérdale el bibliófilo Gowans: «Poe tenía un exterior notablemente agradable y que predisponía en su favor: lo que las damas llamarían claramente bello.» Una persona que le oye recitar en Bos- ton, dice: «Era la mejor realización de un poeta, en su fisonomía, aire y manera.» Un precioso retrato es hecho de mano femenina: «Una talla algo menos que de altura mediana, quizá, pero tan perfectamente proporcionada y coronada por una cabeza tan noble, llevada tan regiamente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la impresión de una estatura dominante. Esos claros y melancólicos ojos parecían mirar desde una eminencia....». Otra dama recuerda la extraña impresión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba, y era a ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he visto otros ojos que en algo se le parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro de azabache: el iris acero gris, poseía una cristalina claridad y transparencia, a través de la cual la pupila negra azabache se veía expandirse y contraerse, con toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principal- mente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni emo- ción. Su expresión habitual era soñadora y tris- te: algunas veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le observaba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía que mentalmente estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena de ello.—¡Qué ojos tan tremendos tiene el señor Poe!—me dijo una señora. Me hace helar la sangre el verle darse vuelta lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando».
La misma agrega: «Usaba un bigote negro, es- meradamente cuidado, pero que no cubría completamente una expresión ligeramente con- traída de la boca y una tensión ocasional del labio superior, que se asemejaba a una expre- sión de mofa. Esta mofa era fácilmente excitada y se manifestaba por un movimiento del labio, apenas perceptible, y sin embargo, intensamen- te expresivo. No había en ella nada de malevo- lencia, pero sí mucho sarcasmo». Sábese, pues, que aquella alma potente y extraña estaba ence- rrada en hermoso vaso. Parece que la distinción y dotes físicas deberían ser nativas en todos los portadores de la lira. ¿Apolo, el crinado numen lírico, no es el prototipo de la belleza viril? Mas no todos sus hijos nacen con dote tan espléndi- do. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, Lamartine, Poe.
Nuestro poeta, por su organización vigorosa y cultivada, pudo resistir esa terrible dolencia que un médico escritor llama con gran propie-
dad «la enfermedad del ensueño». Era un su- blime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amar- gura, sus espinas y su cruz. Nació con la adora- ble llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio. Desde niño quedó huérfano y le recogió un hombre que jamás podría conocer el valor intelectual de su hijo adoptivo. El Sr. Allan—cuyo nombre pa- sará al porvenir al brillo del nombre del poeta—jamás pudo imaginarse que el pobre mu- chacho recitador de versos que alegraba las veladas de su home, fuese más tarde un egregio príncipe del Arte. En Poe reina el ensueño desde la niñez. Cuando el viaje de su protector le lleva a Londres, la escuela del dómine Brondeby es para él como un lugar fantástico que despierta en su sér extrañas reminiscencias; después, en la fuerza de su genio, el recuerdo de aquella morada y del viejo profesor han de hacerle producir una de sus subyugadoras páginas. Por una parte, posee en su fuerte cerebro la facultad musical; por otra, la fuerza matemática. Su ensueño está poblado de quimeras y de cifras co- mo la carta de un astrólogo. Vuelto a América, vémosle en la escuela de Clarke, en Richmond, en donde al mismo tiempo que se nutre de clásicos y recita odas latinas, boxea y llega a ser algo como un champion estudiantil; en la carrera hubiera dejado atrás a Atalanta, y aspiraba a los lauros natatorios de Byron. Pero si brilla y des- cuella intelectual y físicamente entre sus com- pañeros, los hijos de familia de la fofa aristocra- cia del lugar miran por encima del hombro al hijo de la cómica. ¿Cuánta no ha de haber sido la hiel que tuvo que devorar este sér exquisito, humillado por un origen del cual en días poste- riores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los que empezaron a cin- celar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las ase- chanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la Naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio, sobre todo, y detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Poe. Poe, a su vez, habla «de la mezquina amistad y de la fidelidad de polvillo de fruta (gos- samer fidelity) del mero hombre». Ya en el libro de Job, Eliphaz Themanita, exclama: «¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como la inquietud?». No buscó el lírico americano el apoyo de la ora- ción; no era creyente, o, al menos, su alma esta- ba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría lla- marse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático para su pro- pio espíritu». La Ciencia impide al poeta pene- trar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición algebraica de su fantasía, hácele producir tristísimos efectos cuando nos arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no recuerdo, sólo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo. Profesaba, sí, la moral cristiana; y en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y aun en lo referente a Dios y sus tri- butos, pensaba con Spinosa que las cosas invi- sibles y todo lo que es objeto del entendimiento no puede percibirse de otro modo que por los ojos de la demostración; olvidando la profunda afirmación filosófica: Intelectus noster sic ¿de habet? ad prima entium quæ sunt manifestissima in natura, sicut oculus vespertillionis ad solem. No creía en lo sobrenatural, según confesión pro- pia; pero afirmaba que Dios, como Creador de la Naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la metempsícosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Granwill, que parece ser sustentada por Poe: Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su intensidad. Lo cual estaba ya dicho por Santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el fin por otro que sea determinador de la Naturaleza. Este es el que previene todas las cosas, que es sér por sí mismo necesario, y a éste llamamos Dios...» En la Revelación Magnética, a vuelta de divagacio- nes filosóficas, Mr. Vankirk—que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo— afirma la existencia de un Dios material, al cual llama materia suprema e imparticulada. Pero agrega: «La materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en lo que entra en nues- tra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu». En el diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra de la Muerte, produciendo, como po- cos, extraños vislumbres en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.
Rubén Darío.
POEMAS
ANNABEL LEE
Hace ya bastantes años, en un reino más allá de la mar vivía una niña que podéis conocer con el nombre de Annabel Lee. Esa niña vivía sin ningún otro pensamiento que amarme y ser amada por mí.
——
Yo era un niño y ella era una niña en ese reino más allá de la mar; pero Annabel Lee y yo nos amábamos con un amor que era más que el amor; un amor tan poderoso que los serafines del cielo nos envidiaban, a ella y a mí.
——
Y esa fué la razón por la cual, hace ya bastante tiempo, en ese reino más allá de la mar un soplo descendió de una nube, y heló a mi bella Annabel Lee; de suerte que sus padres vinieron y se la llevaron lejos de mí para en- cerrarla en un sepulcro, en ese reino más allá de la mar.
——
Los ángeles que en el cielo no se sentían ni la mitad de lo felices que éramos nosotros, nos envidiaban nuestra alegría a ella y a mí. He ahí porque (como cada uno lo sabe en ese reino más allá de la mar) un soplo descendió des- de la noche de una nube, helando a mi Annabel Lee.
——
Pero nuestro amor era más fuerte que el amor de aquellos que nos aventajan en edad y en saber, y ni los ángeles del cielo ni los demonios de los abismos de la mar podrán separar
jamás mi alma del alma de la bella Annabel Lee.
——
Porque la luna jamás resplandece sin traerme recuerdos de la bella Annabel Lee; y cuando las estrellas se levantan, creo ver brillar los ojos de la bella Annabel Lee; y así paso lar- gas noches tendido al lado de mi querida,—mi querida, mi vida y mi compañera,—que está acostada en su sepulcro más allá de la mar, en su tumba, al borde de la mar quejumbro- sa. 1849.
A MI MADRE
(Soneto) —— Porque siento que allá arriba, en el cielo, los ángeles que se hablan dulcemente al oído, no pueden encontrar entre sus radiantes palabras de amor una expresión más ferviente que la de «madre», he ahí por qué, desde hace largo tiempo os llamo con ese nombre querido, a ti que eres para mí más que una madre y que llenáis el santuario de mi corazón en el que la muerte os ha instalado, al libertar el alma de mi Virginia. Mi madre, mi propia madre, que murió en buena hora, no era sino mi madre. Pero vos fuisteis la madre de aquella que quise tan tiernamente, y por eso mismo me sois más querida que la madre que conocí, más querida que todo, lo mismo que mi mujer era más amada por mi alma que lo que esta misma amaba su propia vida.
PARA ANNIE —— ¡Gracias a Dios! la crisis, el mal ha pasado y la lánguida enfermedad ha desaparecido por fin, y la fiebre llamada «vivir» está vencida.
——
Tristemente, sé que estoy desposeído de mi fuerza, y no muevo un músculo mientras es- toy tendido, todo a lo largo. Pero, ¿qué importa? Siento que voy mejor paulatinamente.
——
Y reposo tan tranquilamente, en el presente, en mi lecho, que a contemplarme se me creería muerto, y podría estremecer al que me viera, creyéndome muerto.
——
Las lamentaciones y los gemidos, los suspi- ros y las lágrimas son apaciguadas entre tanto por esta horrible palpitación de mi corazón; ¡ah, esta horrible palpitación!
La incomodidad,—el disgusto—el cruel su- frimiento—han cesado con la fiebre que enloquecía mi cerebro, con la fiebre llamada «vivir» que consumía mi cerebro.
——
Y de todos los tormentos, aquel que más tortura ha cesado: el terrible tormento de la sed por la corriente oscura de una pasión maldita. He bebido de un agua que apaga toda sed.
——
He bebido de un agua que corre con sonido arrullador, de una fuente subterránea pero poco profunda, de una caverna que no está muy lejos, bajo tierra.
¡Ah! que no sea dicho jamás: mi cuarto está oscuro, mi lecho es estrecho; porque
jamás ningún hombre durmió en lecho igual—y para dormir verdaderamente, es en un lecho como éste en el que hay que acostarse.
——
Mi alma tantalizada reposa dulcemente aquí, olvidando, sin recordarlas jamás, sus rosas, sus antiguas ansias de mirtos y de rosas.
——
Pues ahora, mientras reposa tan tranquila- mente, imagina a su alrededor, una más santa fragancia de pensamientos, una fragancia de romero mezclado a pensamientos, a sabor callejero y al de los bellos y rígidos pensamientos.
——
Y así yace ella, dichosamente sumergida en recuerdos perennes de la constancia y de la
belleza de Annie, anegada en un beso a las trenzas de Annie.
——
Tiernamente me abraza, apasionadamente me acaricia. Y entonces caigo dulcemente adormecido sobre su seno, profundamente adormido del cielo de su seno.
——
Y así reposo tan tranquilamente en mi lecho—conociendo su amor—que me creéis muerto. Y así reposo, tan serenamente en mi lecho,— con su amor en mi corazón,—que me creéis muerto, que os estremecéis al verme, creyéndome muerto.
——
Pero mi corazón es más brillante que todas las estrellas del cielo, porque brilla para An-
nie, abrasado por la luz del amor de mi Annie, por el recuerdo de los bellos ojos luminosos de mi Annie.... 1849.
ELDORADO
—— Brillantemente ataviado, un galante caballero, viajó largo tiempo al sol y a la sombra, cantando su canción, a la busca del Eldorado.
——
Pero llegó a viejo, el animoso caballero, y sobre su corazón cayó la noche porque en ninguna parte encontró la tierra del Eldorado.
——
Y al fin, cuando le faltaron las fuerzas, pudo hallar una sombra peregrina.—Sombra,—le preguntó—¿dónde podría estar esa tierra del Eldorado?
——
—«Más allá de las montañas de la Luna, en el fondo del valle de las sombras; cabalgad, cabalgad sin descanso—respondió la sombra,—si buscáis el Eldorado....». 1849.
EULALIA
—— Vivía sólo en un mundo de lamentaciones y mi alma era una onda estancada, hasta que la bella y dulce Eulalia llegó a ser mi pudorosa compañera, hasta que la joven Eulalia, la de los cabellos de oro, llegó a ser mi sonriente compañera.
——
¡Ah! las estrellas de la noche brillan bastante menos que los ojos de esa radiante niña! Y jamás girón de vapor emergido en un irisado claro de luna, podrá compararse al bucle más descuidado de la modesta Eulalia, podrá compararse al bucle más humilde y más descuidado de Eulalia, la de los brillantes ojos!
——
La duda y la pena no me invaden jamás, ahora, porque su alma me entrega suspiro por suspiro. Y durante todo el día, Astarté res- plandece brillante y fuerte en el cielo, en tanto que siempre hacia ella, mi querida Eulalia, levan- ta sus ojos de esposa, en tanto que siempre hacia ella mi joven Eulalia eleva sus bellos ojos violetas!... 1845.
UN ENSUEÑO EN UN ENSUEÑO
—— Recibid este beso en la frente. Y ahora que os dejo, permitidme por lo menos confesar esto: no os agraviéis, vos que estimáis que mis días han sido un ensueño. Entretanto, si la espe- ranza se ha ido, en una noche o en un día, en una visión o en un sueño, ¿se ha ido me- nos por eso? Todo lo que vemos o nos parece, no es sino un ensueño en un ensueño!
—— Me encuentro en medio de los bramidos de una costa atormentada por la resaca, y tengo en la mano granos de arena de oro. ¡Cuán poco es! ¡Y cómo se deslizan a través de mis dedos hacia el abismo, mientras lloro, mien- tras lloro! ¡Dios mío, ¿no puedo retenerlos en un nudo más seguro? ¡Dios mío!, ¿no podré salvar uno solo del cruel vacío? ¿Todo lo que vemos o nos parece no es otra cosa que un ensueño en un ensueño? 1849.
LA CIUDAD EN EL MAR
—— ¡Ved! La Muerte se ha erigido un trono, en una extraña ciudad que se levanta, solita- ria, muy lejos, en el sombrío occidente, donde los buenos y los malos, los peores y los me- jores han ido hacia la paz eterna. Allí los templos, los palacios y las torres—torres carcomidas por el tiempo, y que no tiemblan nunca,—no se parecen en nada a las nuestras. A su alrededor, olvidadas por los vientos que no las agitan jamás resignadas bajo los cielos, reposan las aguas melancólicas. —— Desde el cielo sagrado, ningún rayo des- ciende en la negra noche de esa ciudad; pero un resplandor reflejado por la lívida mar, invade las torres, brilla silenciosamente sobre las alme- nas, a lo hondo y a lo largo, sobre las cúpulas, sobre las cimas, sobre los palacios reales, sobre los templos, sobre las murallas babilónicas, so- bre la soledad sombría y desde largo tiempo abandonada, de los macizos de hiedra esculpida y de flores de piedra—sobre tanto y tanto templo maravilloso en cuyos frisos contorneados se entrelazan claveles, violetas y viñas. —— Bajo el cielo, resignadas, reposan las aguas melancólicas. Las torres y las sombras se confunden de tal modo que todo parece suspendido en el aire, mientras que desde una torre orgullosa, la Muerte como un espectro gigante, contempla la ciudad que yace a sus pies. —— Allá los templos abiertos y las tumbas sin lo- sa bostezan al nivel de las aguas luminosas; pe- ro ni las riquezas que se muestran en los ojos adiamantados de cada ídolo, ni los cadáveres con sus rientes adornos de joyas, quitan a las aguas de su lecho; ninguna ondulación arruga, ¡ay de mí! todo ese vasto desierto de cristal; ninguna ola indica que los vientos puedan existir sobre otros mares lejanos y más feli- ces; ninguna ola, ninguna ola deja suponer que han existido vientos sobre mares menos horroro- samente serenos.
—— Pero, he ahí que un estremecimiento agita el aire. Una onda, un movimiento se ha pro- ducido, allá abajo. Se diría que las torres se han bamboleado y se hunden, dulcemente, en la onda taciturna, como si las cimas hubieran producido un ligero vacío en el cielo brumo- so. Entonces las ondas tienen una luz más roja, las horas transcurren sordas y lánguidas. Y cuando en medio de gemidos que no tengan nada de terrestres, esta ciudad sea engullida por fin y profundamente fijada bajo la mar, todavía, levantándose sobre sus mil tronos, el Infierno le rendirá homenaje. 1845.
LA DURMIENTE
—— En el mes de Junio, a media noche me encuentro bajo la mística luna. Un oscuro vapor de opio y de rocío se exhala de su halo de oro, y dulcemente, filtrando por la cumbre tranquila de la montaña, resbala perezosa y armonio- samente por el valle universal. El romero se adormece sobre la tumba, el lis se inclina hacia la onda. Envolviéndose en la bruma se hunde en el reposo. Ved, como parecido al Leteo, el lago parece adormecerse a sabien- das y por nada del mundo quisiera despertar. Toda belleza duerme. Y ved donde reposa— su ventana abierta a los cielos,—Irene, con sus destinos. —— ¡Oh brillante princesa! ¿por qué dejar esa ventana abierta a la noche? Los espíritus juguetones, desde lo alto de los árboles se filtran a través de la persiana. Los seres incorpóre- os, turba de magos, revolotean a través de la cámara y hacen flotar las cortinas del dosel, tan fantásticamente, tan tímidamente, por enci- ma de tu párpado cerrado y franjeado,—bajo el cual se esconde tu alma adormecida—que sobre el piso, al pie del muro, sus sombras se le- vantan y descienden como una ronda de fantasmas. —— Querida niña, ¿no tienes miedo? ¿Por qué, y con qué sueñas? Has venido, ciertamente, de
mares muy lejanos; ¿no eres una maravilla para los árboles de ese jardín? Extraña es tu pali- dez, extraño tu vestido, extraña sobre todo, la longitud de tus cabellos, y todo este silencio solemne. —— ¡Ella duerme! ¡Oh! puede que su sueño sea tan profundo como durable!; ¡que el cielo la tenga en su santa guardia! ¡Que esta cámara sea transformada en una más melancólica y yo rogaré a Dios que la deje dormir para siem- pre, los ojos cerrados, mientras que a su alrede- dor errarán los fantasmas de oscuros velos! —— Mi amor: ¡ella duerme! ¡Que su sueño eterno pueda ser profundo! ¡Que los gusanos se deslicen dulcemente a su alrededor! ¡Que en el fondo del bosque viejo y sombrío, alguna gran tumba pueda abrirse para ella, alguna gran tumba que haya cerrado otras veces como alas sus negros «panneaux» triunfantes, por en- cima de los estandartes funerarios bordados con las armas de su ilustre familia;—alguna tumba lejana y aislada contra la portada de la cual ella haya en su infancia lanzado tantas pie- dras ociosas;—algún sepulcro cuya puerta sonora no le devuelva jamás nuevos ecos, a ella, po- bre hija del pecado, que en otro tiempo se es- tremecía al pensamiento de que fueran los muertos quienes le respondiesen gimiendo! 1845.
BALADA NUPCIAL
—— El anillo está en mi dedo y la corona sobre mi frente; he aquí que poseo rasos y joyas en abundancia, y en el presente instante soy feliz. —— Y mi Señor me ama bien; pero la primera vez que pronunció su voto sentí estremecerse mi pecho, porque sus palabras sonaron como un toque de agonía y su voz se parecía a la de aquel que cayó durante la batalla en el fondo del valle, y que es dichoso ahora. —— Pero habló de modo de tranquilizarme y besó mi frente pálida. Entonces un delirio vino y me transportó en espíritu al cementerio. Y pensando que mi Señor era el difunto Elor- mie, suspiré por él que estaba delante de mi: ¡oh yo soy dichosa ahora! —— Así fueron pronunciadas las palabras, y así fué empeñado el juramento. Y aunque mi fe se haya apagado, y aunque mi corazón lle- gue a quebrarse, he ahí la dorada prenda que prueba que soy dichosa siempre. —— ¡Quiera Dios que pueda despertar! Porque sueño no sé cómo. Y mi alma se agita dolo- rosamente en el temor de haber hecho mal, en el temor de llegar a saber que el muerto abandonado no es feliz ahora. 1845.
EL COLISEO
—— ¡Símbolo de la Roma antigua! ¡Suntuoso relicario de sublimes contemplaciones legadas al tiempo por difuntos siglos de pompa y de poderío!! Al fin, después de tantos días de fatigante peregrinaje y de ardiente sed,—sed de corrientes de la ciencia que yace en ti,—yo, hombre transformado, me arrodillo humildemente entre tus sombras y bebo del fondo mismo de mi alma tu grandeza, tu tristeza y tu gloria. —— ¡Inmensidad, y edad, y recuerdos de antes! Silencio y desolación y profunda noche! Os percibo ahora y os siento en toda vuestra fuerza. ¡Oh sortilegios más eficaces que aquellos que el rey de Judea enseñó en los jardines de Gethsemaní! ¡Oh encantos más poderosos que los que la Caldea encantada arrancó jamás a las tranquilas estrellas! —— Aquí, en donde cayó un héroe, cae una co- lumna! Aquí, en donde el águila teatral brillaba, cubierta de oro, el oscuro murciélago hace su aquelarre de media noche. Aquí, en donde la cabellera dorada de las damas ro- manas flotaba al viento, se balancean ahora el cardo y la caña. Aquí, en donde el monarca se inclinaba sobre su trono de oro, el ágil y silencioso lagarto se desliza como un espec- tro hacia su casa de mármol, al pálido resplan- dor del creciente lunar. ——
Pero, oíd. Esos muros, esas arcadas revesti- das de hiedra, esos zócalos musgosos, esas co- lumnas ennegrecidas, esos vagos relieves, esos frisos ruinosos, esas cornisas rotas, ese nau- fragio, esa ruina, esas piedras grises, ¡ay! ¿es esto todo lo que queda de famoso y de colo- sal? ¿es esto todo lo que las horas corrosivas han perdonado, todo lo que ellos nos han dejado al Destino y a mi? —— «No. No es todo,—me responden los ecos,— no es todo. Voces fuertes y proféticas se levan- tan para siempre en nosotros y en toda ruina a la intención de los sabios, parecidas a los himnos de Memnon al Sol! Reinamos en los corazones de los hombres más poderosos; reinamos con despótico imperio sobre todas las almas gigantes. No somos impotentes noso- tras, pálidas piedras. Todo nuestro poderío no ha desaparecido,—ni toda nuestra gloria,—ni todo el prestigio de nuestro alto renombre, ni todo lo maravilloso que nos circunda, ni todos los misterios que moran en noso- tros,—ni todos los recuerdos que se prenden en nues- tros flancos como un vestido, envolviéndonos con un manto que es más que la gloria! 1833.
EL GUSANO VENCEDOR
—— ¡Ved!; es noche de gala en estos últimos años solitarios. Una multitud de ángeles alados, adornados con velos y anegados en lágri- mas, se halla reunida en un teatro para contem- plar un drama de esperanzas y de temores mien- tras la orquesta suspira por intervalos la música de las esferas. —— Actores creados a la imagen del Altísimo, murmuran en voz baja y saltan de un lado al otro; pobres fantoches que van y vienen a órdenes de vastas creaturas informes que cambian la decoración a su capricho, sacudiendo con sus alas de cóndor a la invisible desgracia. —— Este drama abigarrado—estad seguro que no será olvidado,—con su fantasma perse- guido siempre por una muchedumbre que no pue- de atraparlo, en un círculo que gira siempre so- bre sí mismo y vuelve sin cesar al mismo punto; ese drama en el cual forman el alma de la intriga mucha locura y todavía más pecado y horror!.... —— Pero ved, a través de la bulla de los actores como una forma rampante hace su entrada! Una cosa roja, color sanguinolento viene re- torciéndose de la parte solitaria de la escena. ¡Cómo se retuerce! Con mortales angustias los actores constituyen su presa, y los ánge- les sollozan viendo esas mandibulas de gusano teñirse en sangre humana. —— Todas las luces se apagan, todas, todas. Sobre cada forma todavía tiritante, el telón, como un paño mortuorio, desciende con un ruido de tempestad. Y los ángeles, todos pálidos y macilentos se levantan y cubriéndose afirman que ese drama es una tragedia que se llama «El Hombre» de la cual el héroe es el Gusano Vencedor....! 1838.
A ELENA
—— Elena, tu belleza es para mí como esas barcas niceanas de otro tiempo que sobre una mar profunda llevaban dulcemente al viajero, cansado, hacia su ribera natal. —— Largo tiempo habituado a errar sobre mares desesperados, tu cabellera de jacinto, tu clásico perfil, tus cantos de náyade me han trans- portado al corazón de aquella gloria que fué la Grecia, de aquella grandeza que fué Roma. —— ¡Oh! allá abajo, en la espléndida abertura de esa ventana, como eres parecida a una es- tatua, de pie, tu lámpara de ágata en la mano. ¡Oh Psiquis, tu que me has llegado de esas regiones que son la Tierra Bendita!.... 1831.
A LA CIENCIA
Soneto —— ¡Oh Ciencia! tu eres la verdadera hija del viejo tiempo, tu, cuya mirada indiscreta transforma todas las cosas! ¿Por qué haces tu presa del corazón del poeta, oh buitre, cuyas alas son las sombrías realidades? ¿Cómo podría él amarte? Como te creería sabia si no has querido dejarlo vagar en sus ensueños en busca de tesoros en el seno de los cielos constela- dos, por más de que hasta allí subiera con ala in- trépida? ¿No has arrancado Diana a su carro, y obligado a las hamadriadas de la selva a buscar un asilo en alguna otra estrella más feliz? ¿No has sacado a la náyade de su ola, al elfo de su pradera verde y a mí mismo no me has arrebatado mi sueño estival bajo los tamarindos? 1829.
A LA SEÑORITA * * *
—— ¿Qué me importa si mi suerte terrestre no encierra en mí mismo más que una pequeña cosa de esta tierra? ¿qué me importa si años de amor son olvidados en un momento de odio? —— No lloro en forma alguna porque los desola- dos sean más dichosos que yo, pequeña, sino porque veo que os afligís por el destino de éste que no es sino un transeúnte sobre la tierra... 1829.
A LA SEÑORITA * * *
—— Las umbrías bajo las cuales veo, en mis en- sueños, los más traviesos pájaros cantores, son labios; y toda la melodía de tu voz no es hecha sino por palabras creadas por tus labios. —— De tus ojos, engastados en el santuario celes- te de tu corazón, caen las miradas desoladas ahora, ¡oh Dios!, sobre mi espíritu fúnebre, como la luz de una estrella sobre un sudario. —— ¡Tu corazón, tu corazón! Me despierto y suspiro y vuelvo a dormirme para ensoñar hasta el día de la verdad, que el oro,—capaz de tantas locuras,—no podrá jamás comprar. 1829.
AL RÍO
—— ¡Bello río! en tu clara y brillante onda de cristal, agua vagabunda, eres un emblema del esplendor de la belleza, un emblema del co- razón que no se esconde ahora, un emblema de la alegre fantasía de arte en casa de la hija del viejo Alberto. —— Pero mientras ella mira en tu corriente,—que resplandece y tiembla, ¿por qué el más hermoso de todos ríos recuerda a uno de sus adoradores? Es porque en su corazón como en tu onda, su imagen está profundamente gra- bada; en su corazón que tiembla bajo el brillo de sus ojos que buscan el alma! 1829.
CANCIÓN
—— Te vi en tu día nupcial, cuando un intenso pudor invadía tu frente, aunque todo fuera alegría alrededor de ti y que, delante tuyo, no fuera el mundo sino Amor. —— En la vivificante luz que brillaba en tus ojos,—haya sido cual haya sido su esencia,—encontré todo lo que mi mirada dolorosa pudo hallar de encantador sobre la tierra. —— Ese pudor no era, quizá, sino pudor virgi- nal—pudo muy bien pasar por tal,—aunque su esplendor haya hecho nacer una llama más impetuosa todavía en el seno de aquel que, ¡pobre de él! te vio en tu día nupcial, cuando tu frente se cubría de ese rubor invencible, a pesar de que estuvieras rodeada de dicha y que el mundo no fuera sino amor ante ti! 1827.
LOS ESPÍRITUS DE LOS MUERTOS
—— Tu alma se encontrará sola, cautiva de los negros pensamientos de la gris piedra tum- bal; ninguna persona te inquietará en tus horas de recogimiento. —— Quédate silenciosamente en esa soledad que no es abandono,—porque los espíritus de los muertos que existieron antes que tú en la vida, te alcanzarán y te rodearán en la muerte,—y la sombra proyectada sobre tu cara obedecerá a su voluntad; por lo tanto, permanece tranquilo. —— Aunque serena, la noche fruncirá su ceño, y las estrellas, de lo alto de sus tronos celes- tes, no bajarán más sus miradas con un resplandor parecido al de la esperanza que se concede a los mortales; pero sus órbitas rojas, desprovistas de todo rayo, serán para tu corazón marchi- to como una quemadura, como una fiebre que querrá unirse a ti para siempre. —— Ahora, te visitan pensamientos que no ahuyentarás jamás; ahora surgen ante ti visiones que no se desvanecerán jamás; jamás ellas dejarán tu espíritu, pero se fijarán como gotas de rocío sobre la hierba. —— La brisa,—esa respiración de Dios,—reposa inmóvil, y la bruma que se extiende como una sombra sobre la colina,—como una sombra
cuyo velo no se ha desgarrado todavía,—resulta así un símbolo y un signo. Como logra perma- necer suspendida a los árboles, ese es el misterio de los misterios! 1827.
LA ROMANZA
—— ¡Oh romanza que gustas cantar, la frente adormecida y las alas plegadas, entre las hojas verdes agitadas a lo lejos sobre algún lago umbrío, tú has sido para mí un papagayo de vivos colores, un pájaro muy familiar; tú me has enseñado a leer mi alfabeto, a balbu- cear todas mis primeras palabras, mientras que, niño de mirada sagaz, me hundía en huraños bosques. —— En estos últimos tiempos, el eterno Cóndor de los tiempos ha estremecido de tal modo mi cielo hasta en sus alturas, agrandando el tumulto producido por el pasaje y la huida de los años, y tengo tan obstinadamente los ojos fijos en el inquietante horizonte, que no me queda tiempo para mis dulces ocios.
EL REINO DE LAS HADAS
—— Valles oscuros, torrentes umbríos, bosques nebulosos en los cuales nadie puede descu- brir las formas a causa de las lágrimas que gota a gota se lloran de todas partes! Allá, lunas desmesuradas crecen y decrecen, siempre, ahora, siempre, a cada instante de la noche, cam- biando siempre de lugar, y bajo el hálito de sus fa- ces pálidas ellas oscurecen el resplandor de las temblorosas estrellas. Hacia la duodécima hora del cuadrante nocturno una luna más nebulosa que las otras,—de una especie que las hadas han probado ser la mejor,—desciende hasta bajo el horizonte y pone su centro so- bre la corona de una eminencia de montañas, mientras que su vasta circunferencia se esparce en vestiduras flotantes sobre los caseríos, sobre las mismas mansiones distantes, sobre bosques extraños, sobre la mar, sobre los espíritus que danzan, sobre cada cosa adormecida, y los sepulta completamente en un laberinto de luz. Y entonces, ¡cuán profundo es el éxtasis de ese su sueño! De mañana, ellas se levantan, y su velo lunar vuela por los cielos mientras se agitan como pálido albatros al soplo de la tempes- tad que las sacude como a casi todas las cosas. Pero cuando las hadas que se han refugiado bajo esa luna de la que se han servido, por así decirlo, como de una tienda, la dejan, no pueden jamás volver a encontrar abrigo. Y los áto-mos de ese astro se dispersan y se convierten bien pronto en una lluvia, de la cual las maripo- sas de esta tierra, que buscan en vano los cielos y vuelven a descender,—¡criaturas jamás satisfechas!—nos devuelven partículas a ve- ces sobre sus alas estremecidas. 1831.
EL LAGO
—— En la primavera de mi juventud, fué mi destino no frecuentar de todo el vasto mundo sino un solo lugar que amaba más que todos los otros, tanta era de amable la soledad de su lago salvaje, rodeado por negros peñascos y de altos pinos que dominaban sus alrededores. —— Pero cuando la noche tendía su sudario sobre ese lugar como sobre todas las cosas, y se agregaba el místico viento murmurando su melodía, entonces, ¡oh, entonces se despertaba siempre en mí el terror por ese lago solitario! —— Y sin embargo ese terror no era miedo, sino una turbación deliciosa, un sentimiento que ninguna mina de piedras preciosas podría inspirarme o convidarme a definir, ni el amor mismo, aunque ese amor fuera el tuyo. —— La muerte reinaba en el seno de esa onda envenenada, y en su remolino había una tumba bien hecha para aquel que pudiera beber en ella un consuelo a su imaginación taciturna, para aquel cuya alma desamparada pudiera haberse hecho un Edén de ese lago velado. 1827.
LA ESTRELLA DE LA TARDE
—— Era en el corazón del verano y en medio de la noche. Las estrellas marchando en sus órbitas brillaban con un pálido resplandor a través de la luz más viva de la fría luna, mientras que ésta, rodeada de los planetas, sus esclavos, lanzaba desde lo alto de los cielos, sus rayos sobre las olas. —— Yo contemplaba su triste sonrisa, demasiado fría, demasiado fría para mí. Una nube oscura vino a pasar, semejante a un sudario, y fué entonces que me volví hacia ti, Estrella del Sur, orgullosa en tu gloria lejana. Y ahora me será más querida tu luz, porque lo que me traes de más magnificente a través del cielo nocturno, es la alegría de mi corazón, y yo prefiero tu discreto y lejano resplandor a esa llama
cercana pero más fría!
1827.
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