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La magia del orden: Herramientas para ordenar tu casa... y tu vida

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  Introducción Marie Kondo te ayudará a poner en orden tu casa de una vez por todas con su método inspirador paso a paso. Transforma tu hogar en un espacio limpio y ordenado de manera permanente y sorpréndete de cómo cambia tu vida. Recupera tu vida y aprovecha mejor los espacios de tu casa. Transforma tu hogar en un espacio armónico y libre de desorden con el increíble Método KonMari. La autora, Marie Kondo, ha vendido más de 3 millones de copias de sus libros, que han sido traducidos a más de 30 lenguas y publicado en más de 30 países. Ha conquistado el número 1 en la lista de más vendidos de The New York Times, Los Angeles Times, Publishers Weekly y The Wall Street Journal, entre otras publicaciones Marie Kondo, con su método inspirador, te ayudará a poner en orden tu casa de una vez por todas. Paso a paso te guiará para que en tu casa sólo tengas las cosas esenciales y tu vida mejore increíblemente te sentirás más seguro, exitoso y con energía para crear lo que sea. A partir de...

LIBRO: LA BARCA ABANDONADA VICENTE BLASCO IBÁÑEZ



Libro: La barca abandonada
Autor: Vicente  Blasco Ibáñez
Año:

               ¡ATENCIÓN!

Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. 







Era la playa de Tone salinas, con sus nume- rosas barcas en seco, el lugar de reunión de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la capeta a la sombra de las em- barcaciones, y los viejos, fumando sus pipas de baño traídas de Argel, hablaban de la pesca o de las magnificas expediciones que se habían en otros tiempos a Gibraltar y a la costa de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman la Tabacalera. 

Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, forma- ban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas, y una delgada lámina de agua bruñía el suelo, cual se fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bou, las parejas que 
aguardaban el invierno para lanzarse al mar, ba- tiéndolo con su cola de redes; y, en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Baleares, con sal; a la costa de Argel, con frutas de la huerta levantina, y muchas, con melones y pata- tas para los soldados rojos de Gibraltar. 
En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, tris- te, solitaria, sin otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra. 
El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la sequedad, y la arena, arrastrada por el viento, había invadido su cubierta. Pero su perfil fino, sus flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embarcación ligera y audaz, hecha para locas carreras, con desprecio a los peligros del mar. Tenía la triste be- lleza de esos caballos viejos que fueron briosos 
corceles y caen abandonados y débiles sobre la arena de la plaza de toros. 
Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni una señal del número de filiación y nombre de la matrícula: un ser desconoci- do que se moría entre aquellas otras barcas tan orgullosas de sus pomposos nombres, como mue- ren en el mundo algunos, sin desganar el misterio de su vida. 
Pero el incógnito de la barca sólo era apa- rente. Todos la conocían en Tone salinas y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba malicioso regocijo. 
Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y espol- voreado de puntos de luz, un viejo pescador me contó la historia. 
-Este falucho -dijo, acariciándole con una palmada el vientre seco y arenoso- es El Socanao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este conde- nado! ¡Los duros que han salido de ahí dentro! Lo 
menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas costas, y viceversa, y siempre con la panza bien repleta de fardos. 
El bizarro y extraño nombre de Socanao me admiraba algo, y de ello se apercibió el pescador. 
-Son motes, caballero; apodos que aquí te- nemos lo mismo los hombres que las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros; aquí, quien bautiza de veras es la gente. A mí me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen, por- que me gusta hablar con las personas, y en la ta- berna soy el único que puede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto de pescado es Chispitas, a su patrón le llaman el Cano, y así estamos bautizados todos. Los amos de las barcas se calientan el caletre buscando un nom- bre bonito para pintarlo en la popa. Una, La Purísi- ma Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos; pero llega la gente con su manía de sacar motes y se llaman La Pava, El Lorito, La Me- dio Rollo, y gracias que no las distinguen con nom- bres menos decentes. Un hermano mío tiene la barca más hermosa de toda la matrícula, la bauti- zamos con el nombre de mi hija: 
Camila; pero la pintamos de amarillo y blan- co, y el día del bautizo se le ocurrió a un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querrá usted creerlo? Sólo con este apodo la conocen. 
-Bien -le interrumpí-; pero ¿y El Socanao? 
-Su verdadero nombre era El Resuelto; pero por la prontitud con que maniobraba y la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en llamarle El Socanao, como a una persona de mal genio... Y ahora vamos a lo que ocurrió a este pobre Socarrao hace poco más de un año, la última vez que vino de Orán. 
Miró el viejo a todos lados, y, convencido de que estábamos solos, dijo con sonrisa bonachona: 
-Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo igno- raba nadie en el pueblo; pero si yo se lo digo, es porque estamos solos y usted no irá después a hacerme daño. ¡Qué demonio! Haber ido en El So- canao no es ninguna deshonra. Todo eso de adua- nas y carabineros y barquillas de la Tabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el Gobierno para hacernos daños a los pobres, y el contrabando no es pecado, sino un medio muy honroso de ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad en 
tierra. Oficio de hombres enteros y valientes como Dios manda. 
Yo he conocido los buenos tiempos: Cada mes se hacían dos viajes; y el dinero rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para los de uniforme, ¡pobrecitos!, que no saben cómo man- tener su familia con dos pesetas, y para nosotros, la gente de mar. 
Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socanao hacía sus viajes de tarde en tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y deseaban meternos mano. 
En la última correría íbamos ocho hombres a bordo. En la madrugada habíamos salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco rato, un vapor que todos conocimos. Mejor hubié- ramos visto asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante. 
Soplaba buen viento. Íbamos en popa con toda la gran vela de frente y el foque tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela ya no es nada, y el buen marinero aún vale menos. 
No es que nos alcanzaran, no, señor. ¡Bue- no es El Socanao para dejarse atrapar teniendo viento! Navegábamos como un delfín, con el casco inclinado y las olas lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas y cada vez veía- mos más grande el barco, aunque no por esto perd- íamos mucha distancia. ¡Ah! ¡Si hubiéramos estado a media tarde! Habría cenado la noche antes que nos alcanzara, y cualquiera nos encuentra en la oscuridad. Pero aún quedaba mucho día, y corrien- do a lo largo de la costa era indudable que nos pi- llarían antes del anochecer. 
El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene toda su fortuna pendiente de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor u oímos el estampido de un cañonazo. 
Como no vimos la bala, comenzamos a reír satisfechos y hasta orgullosos de que nos avisasen tan ruidosamente. 
Otro cañonazo; pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaro estaba silbando sobre la barca, y la entena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desganada. Nos habían des- arbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna a un muchacho de la tripulación. 
Confieso que temblamos un poco. Nos ve- íamos cogidos, y, ¡qué demonio!, ir a la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia, es algo más temible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Socanao es hombre que vale tanto como su barca: «Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nue- va. Si sois listos, no os cogerán.» 
No hablaba a sordos, y como listos, no hab- ía más que pedirnos. El pobre compañero se revolv- ía como una lagartija, tendido en la proa, tentándo- se la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua. ¡Para contem- placiones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, reparan- do el cordaje y atando a la entena la vela de repues- to, que izamos a los diez minutos. 
El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en la mar a aquel enemigo, que andaba con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo que Dios quisiera!Estábamos frente a Tonesalinas. Todos éramos de aquí y contábamos con los amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos, y, seguro de su triunfo, ya no extremaba la marcha. La gente que estaba en la 
playa no tardó en vernos, y la noticia circuló por todo el pueblo. ¡El Socanao venía perseguido por un cañonero! 
Había que ver lo que ocurrió. Una verdade- ra revolución: créame usted, caballero. Medio pue- blo era pariente nuestro, y los demás comían más o menos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormiguero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzando gritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un último esfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media hora de ventaja. 
Hasta el alcalde estaba aquí para servir en lo que fuera bueno. Y los carabineros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse a un lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder a unos pobres. « ¡A tierra, muchachos! -gritaba nuestro patrón-. Vamos a embarrancar. Lo que importa es poner en salvo fardos y personas. El Socanao ya sabrá salir de este mal paso.» 
Y, sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo: Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la 
tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala. « Aprisa! ¡Aprisa! ¡Qué vienen los del Gobierno!» 
Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí, otros se iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si se lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torre sali- nas, filtrándose en todas las casas. 
El alcalde intervino entonces paternalmente: «Hombre, es demasiado -dijo al patrón-. Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad, al me- nos, algunos bultos para justificar la aprehensión.» 
Nuestro amo estaba conforme: «Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos de la peor picadura. Que se contenten con eso.» 
Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la barca. Pero aún se detuvo un momento, porque aquel diablo de hombre estaba en todo: « ¡Los folios! ¡Borrad los folios!» 
Parecía que a la barca le habían salido pa- tas. Estaba ya fuera del agua y se arrastraba por la arena en medio de aquella multitud que bullía y trabajaba, animándose con alegres gritos. « ¡Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán los del Gobierno!» 
El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor a cada movimiento brusco; pero se tragaba las lágrimas y reía también, como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reír a todos. 
Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la rapiña en la barca. El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos; hasta desmontamos el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve. 
Y, mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socanao se desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos fue borrado el nombre de popa y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda embarcación, no quedó ni rastro. 
El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en la entrada del pueblo los últi- mos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio queriendo verlo todo, y para mayor disimulo ayudaba a unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca. 
El cañonero envió un bote armado y salta- ron a tierra no sé cuántos hombres con fusil y bayo- neta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando El Socanao y a los carabineros, que se habían apoderado de él. 
Todo el vecindario de Tonesalinas se reía a aquellas horas, celebrando el chasco, y aún hubiera reído más viendo, como yo, la cara que ponía aque- lla gente al encontrar por todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo. 
-¿Y qué pasó después? -pregunté al viejo-. ¿No castigaron a nadie? 
Era la playa de Torresalinas, con sus nume- rosas barcas en seco, el lugar de reunión de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la capeta a la sombra de las em- barcaciones, y los viejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de la pesca o de 
las magnificas expediciones que se habían en otros tiempos a Gibraltar y a la costa de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman la Tabacalera. 
Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, forma- ban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas, y una delgada lámina de agua bruñía el suelo, cual se fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del búho, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, ba- rriéndolo con su cola de redes; y, en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Baleares, con sal; a la costa de Argel, con frutas de la huerta levantina, y muchas, con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar. 
En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lan- zadas al agua; sólo una barca abandonada y sin 
arboladura permanecía enclavada en la arena, tris- te, solitaria, sin otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra. 
El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la sequedad, y la arena, arrastrada por el viento, había invadido su cubierta. Pero su perfil fino, sus flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embarcación ligera y audaz, hecha para locas carreras, con desprecio a los peligros del mar. Tenía la triste be- lleza de esos caballos viejos que fueron briosos corceles y caen abandonados y débiles sobre la arena de la plaza de toros. 
Hasta de nombre carecía. La popa estaba lisa y en los costados ni una señal del número de filiación y nombre de la matrícula: un ser desconocido que se moría entre aquellas otras barcas tan orgullosas de sus pomposos nombres, como mue- ren en el mundo algunos, sin desganar el misterio de su vida. 
Pero el incógnito de la barca sólo era apa- rente. Todos la conocían en Tone salinas y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba malicioso regocijo. 
Una mañana, a la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreado de puntos de luz, un viejo pescador me contó la historia. 
-Este falucho -dijo, acariciándole con una palmada el vientre seco y arenoso- es El Socanao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante a Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este conde- nado! ¡Los duros que han salido de ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Orán a estas costas, y viceversa, y siempre con la panza bien repleta de fardos. 
El bizarro y extraño nombre de Socanao me admiraba algo, y de ello se apercibió el pescador. 
-Son motes, caballero; apodos que aquí te- nemos lo mismo los hombres que las barcas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros; aquí, quien bautiza de veras es la gente. A mí me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen, porque me gusta hablar con las personas, y en la taberna soy el único que puede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto 
de pescado es Chispitas, a su patrón le llaman el Cano, y así estamos bautizados todos. Los amos de las barcas se calientan el caletre buscando un nom- bre bonito para pintarlo en la popa. Una, La Purísi- ma Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos; pero llega la gente con su manía de sacar motes y se llaman La Pava, El Lorito, La Medio Rollo, y gracias que no las distinguen con nom- bres menos decentes. Un hermano mío tiene la barca más hermosa de toda la matrícula, la bauti- zamos con el nombre de mi hija: 
Camila; pero la pintamos de amarillo y blan- co, y el día del bautizo se le ocurrió a un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querrá usted creerlo? Sólo con este apodo la conocen. 
-Bien -le interrumpí-; pero ¿y El Socarrao? 
-Su verdadero nombre era El Resuelto; pero por la prontitud con que maniobraba y la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en llamarle El Socarrao, como a una persona de mal genio... Y ahora vamos a lo que ocurrió a este pobre Socarrao hace poco más de un año, la última vez que vino de Orán. 
Miró el viejo a todos lados, y, convencido de que estábamos solos, dijo con sonrisa bonachona: 
-Yo iba en él, ¿sabe usted? Esto no lo igno- raba nadie en el pueblo; pero si yo se lo digo, es porque estamos solos y usted no irá después a hacerme daño. ¡Qué demonio! Haber ido en El Socarrao no es ninguna deshonra. Todo eso de aduanas y carabineros y barquillas de la Tabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el Gobierno para hacernos daños a los pobres, y el contrabando no es pecado, sino un medio muy honroso de ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad en tierra. Oficio de hombres enteros y valientes como Dios manda. 
Yo he conocido los buenos tiempos: Cada mes se hacían dos viajes; y el dinero rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para los de uniforme, ¡pobrecitos!, que no saben cómo man- tener su familia con dos pesetas, y para nosotros, la gente de mar. 
Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía sus viajes de tarde en tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y deseaban meternos mano. 
En la última correría íbamos ocho hombres a bordo. En la madrugada habíamos salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco rato, un vapor que todos conocimos. Mejor hubié- ramos visto asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante. 
Soplaba buen viento. Íbamos en popa con toda la gran vela de frente y el foque tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela ya no es nada, y el buen marinero aún vale menos. 
No es que nos alcanzaran, no, señor. ¡Bue- no es El Socarrao para dejarse atrapar teniendo viento! Navegábamos como un delfín, con el casco inclinado y las olas lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas y cada vez veía- mos más grande el barco, aunque no por esto perd- íamos mucha distancia. ¡Ah! ¡Si hubiéramos estado a media tarde! Habría cerrado la noche antes que nos alcanzara, y cualquiera nos encuentra en la oscuridad. Pero aún quedaba mucho día, y corriendo a lo largo de la costa era indudable que nos pi- llarían antes del anochecer. 
El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene toda su fortuna pendiente de una 
mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor u oímos el estampido de un cañonazo. 
Como no vimos la bala, comenzamos a reír satisfechos y hasta orgullosos de que nos avisasen tan ruidosamente. 
Otro cañonazo; pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaro estaba silbando sobre la barca, y la entena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desgarrada. Nos habían des- arbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna a un muchacho de la tripulación. 
Confieso que temblamos un poco. Nos ve- íamos cogidos, y, ¡qué demonio!, ir a la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia, es algo más temible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Socarrao es hombre que vale tanto como su barca: «Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nue- va. Si sois listos, no os cogerán.» 
No hablaba a sordos, y como listos, no hab- ía más que pedirnos. El pobre compañero se revolv- ía como una lagartija, tendido en la proa, tentándo- se la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua. ¡Para contem- placiones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no 
oírle, atentos únicamente a nuestra faena, reparan- do el cordaje y atando a la entena la vela de repues- to, que izamos a los diez minutos. 
El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en la mar a aquel enemigo, que andaba con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo que Dios quisiera!Estábamos frente a Torresalinas. Todos éramos de aquí y contábamos con los amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos, y, seguro de su triunfo, ya no extremaba la marcha. La gente que estaba en la playa no tardó en vernos, y la noticia circuló por todo el pueblo. ¡El Socarrao venía perseguido por un cañonero! 
Había que ver lo que ocurrió. Una verdade- ra revolución: créame usted, caballero. Medio pue- blo era pariente nuestro, y los demás comían más o menos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormiguero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzando gritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un último esfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media hora de ventaja. 
Hasta el alcalde estaba aquí para servir en lo que fuera bueno. Y los carabineros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse a un lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder a unos pobres. <¡A tierra, muchachos! -gritaba nuestro patrón-. Vamos a embarrancar. Lo que importa es poner en salvo fardos y personas. El Socarrao ya sabrá salir de este mal paso.» 
Y, sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo: Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala. <¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Qué vienen los del Gobierno!» 
Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí, otros se iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si se lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torre sali- nas, filtrándose en todas las casas. 
El alcalde intervino entonces paternalmente: «Hombre, es demasiado -dijo al patrón-. Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad, al me- nos, algunos bultos para justificar la aprehensión.» 
Nuestro amo estaba conforme: «Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos de la peor picadura. Que se contenten con eso.» 
Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la barca. Pero aún se detuvo un momento, porque aquel diablo de hombre estaba en todo: <¡Los folios! ¡Borrad los folios!» 
Parecía que a la barca le habían salido pa- tas. Estaba ya fuera del agua y se arrastraba por la arena en medio de aquella multitud que bullía y trabajaba, animándose con alegres gritos. «¡Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán los del Gobierno!» 
El compañero de la pierna rota era llevado en alto por su mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor a cada movimiento brusco; pero se tragaba las lágrimas y reía también, como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reír a todos. 
Cuando los últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la rapiña en la barca. El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos; hasta desmontamos el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve. 
Y, mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socarrao se desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos fue borrado el nombre de popa y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda embarcación, no quedó ni rastro. 
El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en la entrada del pueblo los últi- mos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio queriendo verlo todo, y para mayor disimulo ayudaba a unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca. 
El cañonero envió un bote armado y salta- ron a tierra no sé cuántos hombres con fusil y bayo- neta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando El Socarrao y a los carabineros, que se habían apoderado de él. 
Todo el vecindario de Torresalinas se reía a aquellas horas, celebrando el chasco, y aún hubiera reído más viendo, como yo, la cara que ponía aque- lla gente al encontrar por todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo. 
-¿Y qué pasó después? -pregunté al viejo-. ¿No castigaron a nadie? 
-¿A quién? Únicamente podían castigar al pobre Socarrao, que quedó prisionero. Se ensució mucha papel, y medio pueblo fue a declarar; pero nadie sabía nada. ¿De qué matrícula era el barco? Silencio; nadie le había visto los folios. ¿ Quiénes lo tripulaban? Unos hombres que al varar habían echado a correr tierra adentro. Y nadie sabía más. 
-¿Y el cargamento? –dije yo. 
-Lo vendimos completo. Usted no sabe lo que es pobreza. Cuando embarrancamos, cada uno agarró el fardo que tenía más a mano y echó a co- rrer para esconderlo en su casa. Pero al día siguiente estaban todos a disposición del patrón; no se perdió ni una libra de tabaco. Los que exponen la vida por el pan y todos los días le ven la cara a la muerte están más libres de tentaciones que los otros. 
-Desde entonces –continuó el viejo- está ahí preso el pobre Socarrao. Pero no tardará en hacer- se a la mar con su amigo amo. Parece que ha ter- minado el papeleo; lo sacarán a subasta y se lo quedará el patrón por lo que quiera dar. 
-¿Y si otro da más? 
-Y quién ha de ser ése? ¿Somos acaso bandidos? Todo el pueblo sabe quiénes el verdade- ro amo de la barca abandonada, y nadie tiene tan mal corazón que intente perjudicarle. Aquí hay mu- cha honradez. A cada uno lo que sea suyo, y el mar, que es de Dios, para nosotros los pobres, que hemos de sacar el pan de él, aunque no quiera el Gobierno. 
FIN 

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