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La magia del orden: Herramientas para ordenar tu casa... y tu vida

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  Introducción Marie Kondo te ayudará a poner en orden tu casa de una vez por todas con su método inspirador paso a paso. Transforma tu hogar en un espacio limpio y ordenado de manera permanente y sorpréndete de cómo cambia tu vida. Recupera tu vida y aprovecha mejor los espacios de tu casa. Transforma tu hogar en un espacio armónico y libre de desorden con el increíble Método KonMari. La autora, Marie Kondo, ha vendido más de 3 millones de copias de sus libros, que han sido traducidos a más de 30 lenguas y publicado en más de 30 países. Ha conquistado el número 1 en la lista de más vendidos de The New York Times, Los Angeles Times, Publishers Weekly y The Wall Street Journal, entre otras publicaciones Marie Kondo, con su método inspirador, te ayudará a poner en orden tu casa de una vez por todas. Paso a paso te guiará para que en tu casa sólo tengas las cosas esenciales y tu vida mejore increíblemente te sentirás más seguro, exitoso y con energía para crear lo que sea. A partir de...

LIBRO: EL TIGRE HORACIO QUIROGA



Libro: El tigre
Autor: Horacio Quiroga
Año:
¡ATENCIÓN!
Este es un libro de dominio público en tanto que los derechos de autor, según la legislación española han caducado. 


Nunca vimos en los animales de casa orgullo mayor que el que sintió nuestra gata cuando le dimos a amamantar una tigrecita recién nacida. La olfateó largos minutos por todas partes has- ta volverla de vientre; y por más largo rato aún, la lamió, la alisó y la peinó sin parar mientes en el ronquido de la fierecilla, que, comparado con la queja maullante de los otros gatitos, semeja- ba un trueno. 
Desde ese instante y durante los nueve días en que la gata amamantó a la fiera, no tuvo ojos más que para aquella espléndida y robusta hija llovida del cielo. Todo el campo mamario pertenecía de hecho y derecho a la roncante princesa. A uno y otro lado de sus tensas patas, opuestas como vallas infranqueables, los gatitos legítimos aullaban de hambre. 
La tigre Abrió, por fin. Los ojos y, desde ese momento, entró a nuestro cuidado. Pero, qué cuidado! Mamaderas entiabadas, dosificadas y vigiladas con atención extrema; imposibilidad para incorporarnos libremente, pues la tigreci- lla estaba siempre entre nuestros pies. Noches en vela, más tarde, para atender los dolores de vientre de nuestra pupila, que se revolcaba con atroces calambres y sacudía las patas con una violencia que parecía iba a romperlas. Y, al fi- nal, sus largos quejidos de extenuación, absolu- tamente humanos. Y los paños calientes, y aquellos minutos de mirada atónita y velada por el aplastamiento, durante los cuales no nos reconocía. 
No es de extrañar, así, que la salvaje criatura sintiera por nosotros toda la predilección que un animal siente por lo único que desde nacer se vio a su lado. 
Nos seguía por los caminos, ente los perros y un coatí, ocupando siempre el centro de la ca- lle. 
Caminaba con la cabeza Baja, sin parecer ver a nadie, y menos todavía a los peones, estupefactos ante su presencia bien insólita en una carretera pública. 
Y mientras los perros y el coatí se revolvían por las profundas cunetas del camino, ella, la real fiera de dos meses, seguía gravemente a tres metros detrás de nosotros, con su gran lazo celeste al cuello y sus ojos del mismo color. Con los animalitos de presa se suscita, tarde o temprano, el problema de la alimentación con carne viva. 
Nuestro problema, retardado por una constante vigilancia, estalló un día, llevándose la vida de nuestra predilecta con él. 
La joven tigre no comía sino carne cocida. Jamás había probado otra cosa. Aún más; des- deñaba la carne cruda, según lo verificamos una y otra vez. Nunca le notamos interés algu- no por las ratas del campo que de noche cruza- ban el patio y, menos aún, por las gallinas, ro- deadas entonces de pollos. 
Una gallina nuestra, gran preferida de la casa, criada al lado de las tazas de café con leche, sacó en esos días pollitos. Como madre, era aquella gallina única; no perdía jamás un pollo. La casa, pues, estaba de parabienes. 
Un mediodía de ésos, oímos en el patio los es- tertores de agonía de nuestra gallina, exacta- mente como si la estrangularan. Salté afuera y vi a nuestra tigre, erizada y espumando sangre por la boca, prendida con garras y dientes del cuello de la gallina. 
Más nervioso de lo que yo hubiera querido estar, cogí a la fierecilla por el cuello y la arrojé rodando por el piso de arena del patio y sin intención de hacerle daño. 
Pero no tuve suerte. En un costado del mismo patio, entre dos palmeras, había ese día una piedra. Jamás había estado allí. Era en casa un rígido dogma el que no hubiera nunca piedras en el patio. Girando sobre sí misma, nuestra tigre alcanzó hasta la piedra y golpeó contra ella la cabeza. La fatalidad procede a veces así. 
Dos horas después nuestra pupila moría. No fue esa tarde un día feliz para nosotros. Cuatro años más tarde, hallé entre los bambúes de casa, pero no en el suelo, sino a varios metros de altura, mi cuchillo de monte con que mis chicos habían cavado la fosa para la tigresi- ta y que ellos habían olvidado de recoger des- pués del entierro.
Había quedado, sin duda, sujeto entre los ga- jos nacientes de algún pequeño bambú. Y, con su crecimiento de cuatro años, la caña había arrastrado mi cuchillo hasta allá.

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